Por: Carla Huidobro

La academia me dio muchas cosas:
sílabos, diplomas,
reuniones eternas,
y un cansancio con nombre propio.

Me enseñó a citar sin respirar,
a redactar como si mi dignidad dependiera de ello,
a sonreír mientras me explotan
porque “hay que construir trayectoria”.

La academia me dio todo eso.
Pero no me salvó.

La academia no me abrazó
cuando no me alcanzó la beca,
cuando dormí en el piso de un congreso,
cuando me desvelé corrigiendo errores
que no me correspondían.

Tú sí.

Tú, que me dijiste “no tienes que demostrar nada”
cuando yo ya no podía más.
Tú, que me escuchaste hablar de teoría
como si fuera una carta de amor.
Tú, que entendiste que mi tesis era mi duelo,
y mi artículo, mi manera de quedarme.

Tú no me pediste resumen.
No me exigiste resultados.
No me preguntaste cuántas publicaciones tengo este año.
Solo me preguntaste si dormí,
si comí,
si me sentía bien.

Y eso me salvó.

Porque a veces no se trata de producir,
sino de que alguien te vea.
De que alguien diga “estoy aquí”
y lo cumpla.
De que alguien no te lea por obligación,
sino por afecto.

Tú no eres la academia.
Pero eres la razón por la que no la dejo.

Siguiente
Siguiente

La precariedad es más llevadera cuando alguien te llama colega con ternura