Por Carla Huidobro

He visto la oscuridad instalarse en lugares donde debería haber juego. Silencios espesos, sustituyendo las risas. En los territorios de la infancia —ese espacio que debería ser refugio y no trinchera— a veces se esconden verdades que nadie quiere pronunciar. He presenciado cómo el abuso sexual interrumpe la línea de una vida antes de que aprenda siquiera a defender su nombre. Lo he visto torcer miradas, alterar voces, apagar ese brillo que distingue la inocencia del miedo.

Los niños que lo viven cargan una sombra que los adultos prefieren ignorar. Aprenden a callar para sobrevivir, temiendo que decir la verdad sea otra forma de exposición. El silencio se convierte en su armadura y en su prisión: una pared que separa su presente del futuro que aún podría ser.

Ser testigo no es un lugar cómodo. Es cargar con la urgencia de hablar por quienes no pueden, de sostener el dolor ajeno sin convertirlo en espectáculo. Es entender que callar también es una forma de complicidad. Este texto nace de esa incomodidad: de la necesidad de mirar de frente lo que la sociedad prefiere dejar en penumbra. Porque nombrar es resistir, y resistir es empezar a sanar.

Las cicatrices del abuso no son condena definitiva. También pueden volverse raíz. Hay infancias que, aun quebradas, aprenden a florecer entre los escombros, a reconstruirse con una fuerza que no debería ser necesaria, pero lo es. Escribo para que esas sombras no sigan creciendo, para que el silencio no sea el idioma del dolor, y para recordar que toda historia puede reescribirse cuando alguien, por fin, decide mirar sin apartar la vista.

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