Por Carla Huidobro

La obesidad infantil no es una estadística: es un síntoma. Un espejo incómodo de cómo vivimos, comemos, enseñamos y cuidamos. América Latina lo sabe bien: en sus escuelas, en sus mercados y en sus hogares se libra cada día una batalla silenciosa entre el hábito y la salud, entre la conveniencia y la conciencia.

En ese contexto surge ERASMUS+ CIELO, un proyecto que intenta algo poco común: entender el problema sin simplificarlo y proponer soluciones sin imponerlas. Universidades de Chile, Costa Rica y México —entre otras— han unido esfuerzos para mirar la obesidad infantil no solo desde la medicina, sino también desde la educación, la cultura y la tecnología.

He podido observar de cerca cómo esas ideas se vuelven acción. En Chile, el cambio comienza en las aulas: programas piloto que enseñan a comer bien desde la infancia, combinando plataformas digitales con prácticas cotidianas. El aprendizaje ocurre entre loncheras y pantallas, donde la teoría se transforma en hábito.

En México, la estrategia se mueve hacia la raíz: formar a quienes pueden prevenir antes que curar. Médicos, nutriólogos y docentes aprenden a reconocer los primeros signos del problema y a intervenir sin estigma, porque la prevención temprana es la diferencia entre una alerta y una vida condicionada.

Mientras tanto, en Costa Rica, el juego se convierte en herramienta. Aplicaciones móviles que convierten el movimiento en diversión buscan reconectar a los niños con su propio cuerpo, con el placer de moverse y no solo de consumir. Tecnología y pedagogía cruzan sus caminos para construir nuevos modelos de bienestar.

El valor del proyecto CIELO no está solo en sus resultados, sino en su método: la colaboración. Es una red que no impone recetas universales, sino que adapta sus estrategias a los matices de cada contexto. Y en esa flexibilidad está su fuerza: entender que combatir la obesidad infantil no se trata de cambiar cuerpos, sino de transformar entornos.

Los primeros resultados ya insinúan esperanza. Cada escuela, cada aplicación, cada profesional capacitado es una pequeña grieta en el muro de la indiferencia. Quizá ahí resida el verdadero cielo del proyecto: en demostrar que la salud pública puede construirse con ciencia, comunidad y ternura. Porque cada niño que aprende a cuidarse es, en realidad, un futuro que se defiende.

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