Por Carla Huidobro

En México, el abuso sexual infantil no es una cifra: es una herida abierta que atraviesa generaciones. Una sombra espesa que se cierne sobre la infancia, borrando la risa, interrumpiendo el juego, dejando tras de sí un eco imposible de acallar. No se trata solo de un delito, sino de una falla estructural del país entero, una deuda moral que cada día se agranda con el silencio.

Detrás de las paredes domésticas, en escuelas, instituciones y espacios donde debería haber protección, se esconden historias que rara vez llegan a la luz. Niños y niñas atrapados en el miedo, obligados a callar, manipulados por quienes deberían cuidarlos. Las cifras oficiales apenas rozan la superficie: el verdadero horror habita en los casos no denunciados, en los relatos que mueren en la garganta. El silencio se convierte así en el cómplice más eficaz del abuso.

Las secuelas no terminan cuando el acto cesa. Se prolongan en el cuerpo, en la mente, en la forma de mirar el mundo. Un niño violentado arrastra esa fractura invisible que condiciona su capacidad de confiar, de amar, de sentirse seguro en su propia piel. Lo que se quiebra no es solo su inocencia, sino la posibilidad misma de un futuro sin miedo. El trauma se disfraza de ansiedad, de tristeza, de bajo rendimiento, de aislamiento. Cada síntoma es un grito que la sociedad ha preferido no escuchar.

Pero el daño no se limita a lo individual. Cada infancia rota es una fractura en el tejido social. Un país que no protege a sus niños se condena a sí mismo: pierde capital humano, emocional, ético. La salud pública se deteriora, el desarrollo se frena y el miedo se normaliza. La violencia sexual infantil no solo destruye cuerpos; erosiona los cimientos mismos de la convivencia.

Combatir este horror exige más que indignación. Requiere leyes firmes, justicia accesible y sistemas de protección que funcionen. Pero también exige educación emocional, formación docente, campañas sostenidas de prevención y, sobre todo, una voluntad colectiva de no mirar hacia otro lado. Hablar del abuso es un acto político, una forma de resistencia frente al silencio.

México necesita aprender a escuchar lo que no se dice. Cada historia contada a tiempo puede salvar otra. Y cada voz que se atreve a romper el miedo abre una grieta por donde entra la luz. Porque solo cuando la sociedad entera decide proteger la infancia, la palabra “futuro” vuelve a tener sentido.

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