El abuso sexual en la infancia
Por Carla Huidobro
El abuso sexual infantil no es una excepción: es una tragedia cotidiana que se disfraza de silencio. Una epidemia invisible que habita en los márgenes de nuestras casas, escuelas y comunidades, donde la infancia debería ser refugio y no trampa. Lo más cruel es su sigilo: sucede cerca, pero casi nadie lo ve; ocurre a diario, pero casi nadie lo nombra.
Los niños, en su vulnerabilidad, confían. Y es esa confianza la que se rompe con una violencia que no deja moretones visibles, pero sí fracturas hondas. Cuando deberían estar explorando el mundo con curiosidad, aprenden demasiado pronto lo que significa el miedo. Callan no porque no sientan, sino porque no saben cómo traducir el horror en palabras. El silencio se vuelve su defensa, su prisión y su condena.
A veces los adultos tampoco quieren escuchar. Ignoran señales, minimizan sospechas, repiten mitos que protegen al agresor más que a la víctima. Romper esa inercia implica un cambio cultural profundo: dejar de tratar el abuso como un tabú y entenderlo como lo que es —una emergencia de salud pública y ética—.
Proteger la infancia no es un gesto de compasión, es un deber colectivo. Significa enseñar a los niños que su cuerpo les pertenece, formar a los adultos para detectar lo que no se dice, y construir entornos donde hablar no sea peligroso. Significa también justicia: castigo real a los agresores y acompañamiento digno para quienes sobreviven.
Solo cuando el silencio se rompa en todos los niveles —en el hogar, la escuela, la ley y la conciencia— podremos empezar a sanar. Porque cuidar de la infancia no es proteger un recuerdo: es sostener el futuro mismo.

