Crónicas desde el asfalto
Por Carla Huidobro
En las grietas de la ciudad —donde las calles acumulan más memoria que nombres— avanza el inimputable. No camina: flota entre el ruido, invisible para quienes aprendieron a mirar sin ver. Su andar no tiene ritmo; es un parpadeo entre los pasos ajenos, una vibración que se confunde con el temblor del asfalto. La pobreza lo dibuja sin permiso: le traza el rostro, le marca la voz, le escribe la historia que nadie quiso leer.
Su existencia es una evidencia, no un crimen. Los números que usamos para medir la miseria son abstracciones limpias de algo sucio: su hambre, su noche, su cuerpo usado como frontera. ¿Qué sentido tiene hablar de culpa cuando todo el tablero está torcido? No se puede juzgar al que cayó por un suelo que ya estaba roto.
El abandono no necesita metáforas. Se siente en el aire, en la prisa con que apartamos la mirada, en el reflejo incómodo de sabernos parte del mecanismo que lo produce. Él no es una excepción: es la consecuencia. Un punto ciego en el paisaje moral que construimos para dormir tranquilos.
La relación entre el inimputable y la pobreza no es una historia, es una herida abierta. No hay lirismo en el olvido ni redención en la indiferencia. Solo ese espejo astillado donde se multiplica lo que no queremos ver: la violencia de un sistema que prefiere contabilizar a los vivos que comprender a los caídos.
Y sin embargo, él sigue. Camina entre los márgenes, sombra de una sombra, portador de todas las preguntas que nadie se atreve a formular. En su silencio cargamos nosotros. Él no busca justicia: la encarna, sin saberlo. Un recordatorio de que la deuda no es suya, sino nuestra.

