Por: Carla Huidobro

La pandemia no solo trastocó la cotidianidad: desarmó, pieza por pieza, la arquitectura emocional y cognitiva sobre la que descansaba la educación. Lo que alguna vez funcionó como una estructura —con fisuras, sí, pero estable— se vino abajo en un derrumbe silencioso. Hoy caminamos entre los escombros de un sistema que ya no sabe para quién ni para qué enseña. Los estudiantes parecen haber perdido el norte, y los docentes, a menudo, sobreviven más que enseñan, atrapados en un engranaje que dejó de girar con sentido.

Hace poco leí un texto de Brian Tolentino que resumía con precisión quirúrgica el desajuste que habitamos:

«Si no has enseñado en un aula post-COVID, no entiendes lo que significa enseñar al estudiante moderno».

Tenía razón. No se trata solo de un cambio generacional, sino de una mutación profunda. La pandemia no solo interrumpió los calendarios académicos: desató una crisis de salud mental, disciplina y propósito que seguimos intentando disimular con discursos pedagógicos vacíos.

No es que los estudiantes sean “distintos” porque atravesaron una pandemia. Son el resultado de un ecosistema educativo que se acostumbró a bajar la vara, a disfrazar el fracaso de inclusión, a confundir empatía con permisividad. Les enseñamos a no sostener la incomodidad del esfuerzo, y ahora nos sorprende que se rindan tan rápido. En lugar de recuperar la exigencia, seguimos rebajando el listón, convencidos de que eso es “comprensión”.

¿Cómo llegamos a este punto?

El colapso no empezó con el virus. El virus solo iluminó lo que ya estaba podrido. Antes de la pandemia, el sistema educativo ya operaba sobre una desconexión emocional cada vez más amplia. El confinamiento simplemente la volvió visible. Al cerrar las aulas, desmantelamos la última estructura de contención que muchos estudiantes tenían. Y cuando reabrimos, no reconstruimos: maquillamos las ruinas.

El resultado es una generación que se frustra con facilidad, que ve el aprendizaje como una carga y no como un privilegio, y que considera que el esfuerzo es una forma de violencia. No es culpa de ellos, sino de un sistema que eligió complacerlos en lugar de formarlos.

Y sí, enseñar también cambió. Para muchos docentes, hacerlo hoy es un acto de resistencia emocional. No solo porque los estudiantes ya no responden igual, sino porque las expectativas sobre el profesorado se han distorsionado. “Los alumnos cambiaron”, se repite como excusa para justificar lo injustificable: apatía, falta de respeto, desinterés absoluto. Pero la educación no puede florecer en un ambiente donde todo se relativiza. La comprensión no implica renunciar a la exigencia.

Entonces, ¿qué sigue?

O decimos la verdad o seguimos fingiendo. Si queremos salvar algo del naufragio, necesitamos revalorizar la disciplina, la estructura y las expectativas claras. No son enemigas del bienestar; son su esqueleto. Sin ellas, los jóvenes terminan atrapados en una especie de limbo emocional y cognitivo donde nada tiene peso ni consecuencia.

Educar no es adaptarse dócilmente a las circunstancias, sino liderar el cambio con lucidez y coraje. La pedagogía no se mide en la cantidad de concesiones, sino en la capacidad de sostener el sentido cuando todo alrededor se derrumba. Porque enseñar, después de todo, siempre fue eso: un acto de resistencia frente al olvido.

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