Por: María Fernanda Valles Hernández

Existen infinitas palabras, pero somos nosotros quienes elegimos cuáles nos representan. El acto de hablar no es un gesto simple: cada palabra que elegimos abre una ventana hacia lo que somos. Aunque esas palabras hayan sido dichas mil veces por otras bocas, la forma en que las habitamos es única, profundamente ligada a nuestra esencia.

El lenguaje es el mapa de nuestra alma, diría Jung. Lo que decimos, cómo lo decimos y por qué lo decimos revela mucho más de lo que imaginamos. No somos solo lo que proyectamos: somos también lo que tememos mostrar, lo que ocultamos tras silencios o frases ensayadas. Y sin embargo, cada elección lingüística nos delata.

He vivido en carne propia las consecuencias de hablar sin pensar, de elegir palabras que lastiman o que revelan más de lo que una quisiera. A veces no es que no queramos decir algo; es que no queremos que se sepa lo que somos al decirlo. Por eso, aprender a escuchar nuestro propio discurso es un acto de autoconocimiento. No basta con repetir lo que otros dicen. Si no prestamos atención, acabaremos construyendo una identidad vacía, un mosaico de voces ajenas en el que nuestra propia voz se pierde.

No somos únicamente nuestras palabras, pero ellas componen una parte esencial de nuestra identidad. A través del lenguaje damos a conocer nuestros valores, nuestras creencias, nuestras vivencias. También nuestras dudas y nuestros miedos. En un mundo saturado de discursos, encontrar el nuestro es una forma de resistencia.

Lo entendí de manera muy concreta durante una experiencia de intercambio. Rodeada de personas de distintas regiones y países, noté cómo el lenguaje y el acento se volvían casi un escudo. Al conocer a unas chicas que creí de la Ciudad de México —pero que eran de Sinaloa, como yo del norte— ocurrió algo sutil: dejamos de “neutralizar” nuestra forma de hablar. Volvimos a usar nuestros modismos, a permitir que nuestra voz sonara propia. Ese pequeño gesto me enseñó que el lenguaje también marca con quién nos sentimos seguros.

Jacques Derrida escribió: “Solamente tengo una lengua y no es la mía.” Su frase me resulta profundamente cercana. Crecí en un país colonizado, hablando un idioma que no es originario de estas tierras. Y, sin embargo, al hacerlo mío, al darle mi acento, mis expresiones, mis emociones, ese idioma se vuelve también mío.

Somos herederos de un lenguaje que cargamos con historias que no siempre elegimos. Pero también somos los artífices de lo que ese lenguaje puede llegar a significar hoy. La lengua es una herramienta de expresión cultural, emocional, reflexiva. Cada quien, a su manera, habla su propio idioma.

Y, sin embargo, nunca somos voces puras. Mijaíl Bajtín nos recuerda que en cada palabra resuenan ecos de otras voces. Hablamos siempre en diálogo, a veces sin saberlo. Las ideas que creemos propias a menudo están entretejidas con pensamientos que hemos leído, escuchado o interiorizado sin darnos cuenta.

Entonces, ¿qué nos construye? ¿Somos autores de nuestra identidad o meros receptores de discursos ajenos? Probablemente no podamos escapar por completo de esas voces que nos atraviesan. Pero sí podemos elegir cómo hacerlas nuestras, cómo integrarlas de manera consciente en el relato que construimos de nosotros mismos.

A veces, nuestras palabras revelan más de lo que quisiéramos. El famoso “no quise decir eso” suele significar en realidad “no quería que supieras eso de mí.” El lenguaje nos traiciona y, a la vez, nos libera. Incluso el silencio es una forma de hablar, de mostrar barreras internas, heridas o resistencias.

Yo misma he enfrentado este espejo. He descubierto prejuicios que no sabía que tenía, simplemente escuchándome. Aceptar que nuestras palabras pueden reflejar partes de nosotros que desconocemos no es fácil, pero es necesario. Cada elección lingüística es una pista, un hilo del que tirar para entendernos mejor.

Nuestra identidad es una construcción dinámica. No somos estáticos. Nuestras palabras cambian con nosotros. A los trece años, comencé a cuestionarme quién era. Una confusión con un libro me llevó a leer Demian, de Hermann Hesse, y a descubrir a Carl Jung. La idea de Abraxas, del bien y el mal coexistiendo, me hizo preguntarme si yo aceptaba mis propias sombras. Desde entonces, he sido consciente de cómo el lenguaje que usamos revela también ese juego de luces y sombras.

No podemos negar que el lenguaje nos condiciona. La teoría de Sapir-Whorf sugiere que nuestra percepción del mundo está moldeada por la lengua que hablamos. Y, sin embargo, en cada palabra que elegimos hay espacio para la agencia. Como Derrida, podemos apropiarnos del lenguaje y moldearlo para que exprese lo que somos.

Me pregunto a menudo cuántas versiones de mí misma existen, cuántas formas de hablar tengo según el contexto. No creo ser una sola. No somos los mismos cuando hablamos con desconocidos que cuando hablamos con quienes amamos. Y no por falsedad, sino porque cada espacio nos permite mostrar distintas facetas.

Cambiante: si tuviera que elegir una palabra para definirme hoy, sería esa. No creo ser la única. Todos estamos cambiando, todo el tiempo. Y nuestro lenguaje cambia con nosotros. Aceptar esa transformación es aceptar nuestra humanidad.

Por eso, más allá de preguntarnos si hablamos lo que somos o si somos lo que hablamos, quizá la verdadera pregunta sea: ¿cómo hablamos lo que queremos ser? En esa elección consciente reside, quizá, la mayor posibilidad de construirnos con autenticidad.

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Identidad fronteriza y desobediencia lingüística: el derecho a no encajar