Identidad fronteriza y desobediencia lingüística: el derecho a no encajar

Por: Karime Barrera

Hace algunos años, cruzábamos en familia el puente internacional hacia McAllen. Recuerdo perfectamente aquel instante: sentada en el asiento trasero, mirando la interminable fila de autos que, como nosotros, esperaban entrar a Estados Unidos. De pronto, la pregunta brotó de mi boca sin aviso: “¿Qué significa ser parte de lo mexicano?”

Mi madre soltó una carcajada suave y respondió: “Somos ambos.” En ese momento su respuesta me confundió; hoy la sigo desdoblando como quien recorre un mapa infinito. Porque crecer en la frontera no es simplemente vivir entre dos países. Es habitar una identidad que desobedece las etiquetas, que reivindica el derecho a no encajar.

No encajar no es carencia: es resistencia. Es rechazar el molde de un nacionalismo que exige pureza, de una escuela que pretende un monolingüismo limpio, de una frontera concebida como línea de control. Es saberse situada en un territorio donde la mezcla es la norma, no la excepción.

Crecí en Ciudad Victoria, capital de Tamaulipas. Desde niña, el español y el inglés convivieron en mi entorno no como compartimentos estancos, sino como un sistema lingüístico flexible, adaptado a la vida fronteriza. El famoso spanglish que muchos estigmatizan era —y es— mi idioma cotidiano. Un día podía asomarme por la ventana y escuchar una troca pasar con los corridos a todo volumen; al siguiente, acompañar a mi madre a tiendas donde las etiquetas gritaban en inglés.

El cambio de código lingüístico era parte natural de mi mundo. Con los mayores, usaba el "usted" como marca de respeto; con mis amigos, alternaba entre idiomas según el contexto. Cada lengua venía cargada de valores y expectativas. La sociolingüística nos enseña que el idioma no solo transmite mensajes: construye identidad. Y en mi experiencia, cambiar de lengua era, también, negociar quién era en ese momento.

Comprendí entonces que la frontera no era un simple límite geográfico: era un puente. Un espacio en el que podía ser ambas, sin tener que elegir.

Cuando años después comencé a leer a Gloria Anzaldúa, sus palabras resonaron profundamente en mí. Definía la frontera como “una herida abierta donde el Tercer Mundo se rasga contra el primero y sangra.” Lo que yo había sentido desde niña —esa constante tensión entre pertenecer y no pertenecer— adquiría ahora un marco teórico. Anzaldúa me enseñó que no debía elegir un bando, sino abrazar la contradicción como forma de libertad.

Lo mismo me ocurrió al descubrir a Néstor García Canclini y su concepto de culturas híbridas. La frontera no es un error ni un margen: es un laboratorio donde lo tradicional y lo global se recombinan. Basta mirar mi propia vida cotidiana: mi playlist salta de Los Tigres del Norte a Billie Eilish sin el menor problema; mi altar de Día de Muertos incluye calaveritas y calabazas de Halloween.

Walter Mignolo aporta aún otra clave: el pensamiento fronterizo como espacio de “epistemologías otras.” Traducir canciones de Bad Bunny al inglés para mis amigos no es un simple acto de cortesía: es crear un puente entre mundos. Es ejercer agencia lingüística desde un espacio que no se somete ni a las normas del español estándar ni a las del inglés puro.

Porque el spanglish, lejos de ser una corrupción de lenguas, es un acto de soberanía lingüística. Al decir “voy a parquear la troca” o “te llamo para atrás”, no cometo errores. Estoy generando un código propio que refleja la realidad dual en la que vivo. Como señala Ofelia García, el translanguaging es un acto estratégico y creativo que expande nuestras posibilidades comunicativas. Y no solo eso: crea comunidad y agencia desde los márgenes.

Cada vez que mis amigos y yo mezclamos idiomas, afirmamos una historia común, una experiencia que solo quienes hemos habitado entre culturas podemos entender. Y sin embargo, el sistema educativo mexicano sigue corrigiendo a los niños que hablan spanglish, como si su manera de comunicar fuera defectuosa.

Esa violencia simbólica no es menor. Las escuelas imponen un ideal de español neutro que margina las lenguas vivas. Nos enseñan que hablar bien es hablar “como en la capital”. ¿Pero qué pasa cuando tu identidad no cabe en ese molde? ¿Por qué seguir construyendo ciudadanía sobre el silencio de las voces fronterizas?

El cuerpo mismo se convierte en campo de batalla. Mi piel mestiza, que en contextos académicos puede ser celebrada como diversidad, se vuelve objeto de sospecha en los retenes migratorios. He aprendido a leer esas miradas, a modificar mi postura, a regular el tono de mi voz. Tener una visa no siempre basta: tu cuerpo también debe “lucir correcto”.

Y cuando sumamos el género, la vigilancia se duplica. Las mujeres que cruzamos a diario enfrentamos preguntas intrusivas y revisiones injustificadas. No basta con legalidad: nuestro cuerpo es constantemente interrogado.

Ante estos controles, muchos cuerpos fronterizos responden con desobediencia: en la forma de vestir, en los acentos que se negocian, en los tatuajes que mezclan iconografía mexicana y global. No es moda: es resistencia encarnada. Nuestro cuerpo se convierte en archivo vivo de migraciones, conquistas y resistencias.

Pero es importante reconocer que la hibridez no es vivida igual por todos. Para algunos, es un lujo; para otros, una estrategia de supervivencia. No es lo mismo un artista que juega con idiomas en una galería de Nueva York que un jornalero que debe navegar dos lenguas para obtener trabajo. El capital cultural y económico determina si la hibridez se celebra como arte o se desprecia como falta.

Los entornos digitales replican estas desigualdades. Aunque eliminan algunas barreras, también instauran nuevas: algoritmos que deciden qué voces se oyen y cuáles quedan en silencio. Mientras se celebra la cocina “étnica” en redes sociales, se criminaliza a quienes la preparan.

Aceptar nuestros privilegios no invalida nuestra experiencia: la enmarca en un contexto de dinámicas de poder. Si no reconocemos estas desigualdades, corremos el riesgo de romantizar una hibridez que, para muchos, sigue siendo campo de exclusión.

Pensar futuros desde la frontera exige más que integrar las diferencias: implica diseñar instituciones que las reconozcan desde el inicio. Imaginemos escuelas donde el spanglish sea valorado, donde la historia se narre desde múltiples perspectivas. Universidades binacionales, sistemas legales que contemplen realidades compartidas, medios que cuenten historias desde la doble pertenencia.

Porque la frontera no es una herida que deba cerrar. Es un espacio que debe repensarse desde quienes la habitamos, no desde quienes la vigilan.

Hoy, al cruzar nuevamente ese puente internacional que marcó mi infancia, ya no me pregunto si soy más de un lado que del otro. Entiendo que la frontera no es un punto en el mapa, sino una forma de estar en el mundo. No busco definiciones. Sostengo la pregunta, con dignidad, como herencia para las generaciones que vienen.

Porque lo esencial, siempre, ocurre en el verbo cruzar.

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