La hora de clase me cuesta seis de estudio y tres de insomnio

(Y aún así dicen que tengo buen ritmo didáctico)

La clase es de seis a siete.
Una hora.
Una miserable hora.
Pero nadie ve la procesión que la precede.

Antes de abrir la boca,
ya llevo seis horas tragando teoría
que no fue escrita para entenderse.
Seis horas de cruzar textos como desiertos,
de traducir tecnicismos al idioma humano,
de inventar ejemplos que no insulten
ni a la inteligencia
ni al tiempo del estudiante.

Seis horas.
Y después,
vienen las otras tres.

Tres horas de insomnio.
No por miedo escénico,
sino por el eco de las preguntas
que aún no me han hecho,
pero ya me angustian.
Por la certeza de que algo no expliqué bien.
Por el miedo de haber simplificado demasiado,
o no haber simplificado lo suficiente.

La clase es de seis a siete.
Pero empiezo a temblar desde el mediodía.
Y sigo despierta mucho después
de que la cámara se apaga,
de que los micrófonos se silencian,
de que el último alumno se va.

Porque enseñar no es hablar una hora.
Es cargar con una idea
hasta que deje de hacerte daño
y puedas entregársela a alguien más
sin que sangre.

Yo no improviso.
Yo ensayo.
Reviso.
Respiro hondo.
Y me desvelo.

Y si todo sale bien,
alguien me dirá:
"me gustó tu clase, se ve que no te cuesta nada."

Siguiente
Siguiente

Apunte al margen de una entrega fallida