Por: Liborio Méndez

Bonifacio Malacara era un hombre sencillo que vivía de la milpa y nada más. El oficio de labrar la tierra le venía del bisabuelo, y quizá de más lejos. Apenas sabía leer y nada de escribir; sus rudas manos servían únicamente para trabajar de sol a sol. Facho —como solo unos cuantos podían llamarlo— vivía en su propio mundo, regía su tiempo por el sol y se orientaba por las estrellas. Era un hombre bueno, callado y siempre dedicado a lo suyo. Su divisa era:

“Estátelo en tu casa y no te lo malorees.”

Un buen día se llevó a Benilde, así nomás, porque se gustaban desde chamacos. Después plantó cara ante su suegro y sus cuñados. La cosa no pasó a mayores: después de todo, no había muchos partidos para la muchacha, ya que los hombres emigraban al norte.

Cuando nació su hijo, la madre murió. Aún tuvo tiempo de hacerle un encargo: bautizarlo con un nombre especial, que hablara por su alma, su corazón y su vida. El padre viudo así lo prometió y tomó muy en serio el último deseo de la moribunda. Menuda tarea: encontrar un nombre apropiado para el robusto varoncito que llegó al mundo llorando, tras la nalgada de rigor de la comadrona.

Con los días, por más que lo pensaba, el buen Facho comprendía que poner nombre a un niño no era tarea fácil. Había repasado los nombres de parientes y amigos, pero ninguno lo convencía. Sabía que el nombre de uno era cosa seria, y la promesa empezaba a ser un quebradero de cabeza.

Benilde le había anunciado, con tiempo, que sería varón para que le ayudara en la milpa. Estaba segura de que sería buena persona con ellos y con los vecinos. Acariciando su vientre, le decía con voz cantarina que su hijo sería casi un ángel. Ahora el reto era ponerle un nombre que asegurara que así fuera. Menudo empeño.

Pronto comprendió que necesitaba consejo, pero ¿a quién preguntar? Primero se acercó a la iglesia: iba y se sentaba a escuchar los sermones, por si en ellos encontraba el ansiado nombre. Pero no: eran puras historias con nombres de santos.

Buscó al anciano del rumbo y le pidió ayuda. Luego, en la vereda, se topó con el maestro de la escuelita —que solo asistía tres días a la semana— y también le pidió orientación. De los consejos recibidos, Bonifacio dedujo que la gente llevaba nombres que no decían mucho de las personas; que eran simples palabras que servían igual para hombres que para mujeres, con cambiar una letra o incluso sin cambiarla. Y para colmo, ¡los bautizados con nombres de santos no llegaban ni a seminaristas!

Pensó en ir a la ciudad, pero recordó que de allá regresaban algunos con nombres raros, como de otra lengua. No, señor: su hijo tendría un nombre que hablara por su carácter.

En esas andaba cuando un día vio a un niño salir de la escuelita con una extraña cajita de papel en las manos. El niño le explicó que era un tetraedro, que la nueva maestra les enseñaba a hacerlos, y que existían de muchas caras. Facho corrió a hablar con la maestra, y ella, complaciente e intrigada, le mostró un octaedro de ocho caras. Pero el campesino quedó fascinado con el icosaedro de veinte caras. La palabra fue toda una revelación: sonaba hermosa, y su significado le pareció esencial. ¡Veinte caras!

Agradeció a la maestra —que, divertida, no entendía el interés de su fugaz alumno— y salió a la carrera pronunciando como iluminado:

—¡Icosaedro, Icosaedro, Icosaedro!

Un nombre que hablaría por veinte cualidades de su amado hijo.

Pero aún habría escollos. En el bautizo, el cura lo reprendió por ese nombre “tan de juguete” y le sugirió ponerle Bonifacio. Claro que no: si ni a él le gustaba. Después vio un almanaque, y en el día del nacimiento del niño aparecía “Anivdelarev”. Ni hablar: perdió el cura.

—Mi hijo se llamará Icosaedro porque ese nombre hablará por las veinte caras del alma, corazón y vida, como quería mi difunta Benilde.

Ese día vieron por la vereda a un campesino alegre, platicador y cantador. Lo vieron hablar con su maíz, diciéndole que pronto las manitas de Icosaedro lo vendrían a cultivar: el niño de las veinte caras.

Recordó entonces que su apellido real era Malacara, pero decidió cambiarlo por Buenrostro para evitar burlas. Así lo registró: Icosaedro Buenrostro.

Las consecuencias llegaron pronto. Un día, al llegar a casa, vio a una niña despedirse de su hijo con un abrazo y llamándolo “Cosita”. El padre quedó atónito: reducir el rimbombante nombre a “Cosa” —y en diminutivo— era un insulto. Alertó a su hijo, pero el muchacho, divertido, le aseguró que solo la maestra y esa niña le decían así, de cariño.

—No, hijo, eso no puede ser. O te llaman por tu nombre completo, o no contestas.

Pasaron los años. El joven Icosaedro se convirtió en beisbolista destacado en la escuela, lo que llenaba de orgullo a su padre. Un día, Facho fue a verlo jugar, ansioso por escuchar cómo lo aclamaban. Era el poderoso cuarto bat, y cada vez que conectaba un hit o un jonrón, las gradas temblaban al grito de:

—¡Ico, Ico, Ico!

Bonifacio, mudo de asombro, pensó: Primero “Cosita” y ahora “Ico”… madre mía. Regresó a casa sin saber cómo resolver el entuerto.

Con el tiempo, el muchacho destacó en la pintura y se fue a la gran ciudad. Empezó a recibir reconocimiento, y su agente decidió promoverlo con un nombre artístico. Como se negó a abandonar del todo el suyo, aceptó firmar como Fedro. El padre, resignado, pensó: A fin de cuentas, le van saliendo las caras a mi muchacho.

Mirando la milpa retratada en un lienzo recién llegado, murmuró:

—Viejita linda, yo ya cumplí. Ahora te toca cuidarlo desde las alturas… y no me olvides, que ya estoy cansado.

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