Basado en: Macías Villarreal, J. C., Almanza Zurita, J. D., & Molina Montalvo, H. I. (2025). Satisfacción académica del estudiantado en una universidad pública. Validez de un instrumento. Revista Dilemas Contemporáneos: Educación, Política y Valores, XII(3), Artículo 18. https://www.dilemascontemporaneoseducacionpoliticayvalores.com/

Por : Carla Huidobro

Te dieron un teléfono. Una clase por Zoom. Un plan de estudios reciclado. Y te pidieron que respondieras. Que estuvieras. Que siguieras. Como si la vida no se hubiera fracturado en ese punto. Pero algo sí se rompió. Lo sabes porque tu cuerpo lo recuerda: el salón se volvió una pantalla, la voz del profesor se cortaba a mitad de frase, y tú te preguntabas si todo eso seguía contando como aprender, si todavía valía.

Después de la pandemia, la pregunta dejó de ser “¿estás aprendiendo?” y se volvió mucho más humana: “¿cómo lo estás viviendo?”. El encierro transformó los salones en recámaras, los pupitres en camas, los pizarrones en celulares. Las universidades públicas improvisaron como pudieron mientras los estudiantes trataban de no colapsar entre la precariedad digital y el miedo a quedarse fuera. En ese nuevo paisaje, la satisfacción académica ya no fue un indicador accesorio: fue un síntoma. Medirla dejó de ser un ejercicio burocrático y se convirtió en una urgencia ética.

Este estudio nace desde ahí. No para fiscalizar, sino para escuchar. Los doctores Julio César Macías Villarreal, Juan Daniel Almanza Zurita y Hugo Isaías Molina Montalvo, de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, construyeron un instrumento capaz de capturar esa experiencia invisible: un cuestionario de 34 reactivos en escala Likert que evalúa cinco dimensiones —planeación, contenido, tecnología, desempeño docente y desempeño estudiantil— aplicado a 337 estudiantes. El resultado es incuestionable: un alfa de Cronbach de 0.983 y un KMO de 0.975, pruebas de una consistencia estadística excepcional. Pero detrás de la precisión matemática hay algo más: un retrato colectivo del cansancio, la adaptación y la esperanza que siguieron al confinamiento.

Ese espejo devuelve verdades incómodas. Que la mayoría aprendió desde un celular. Que la brecha tecnológica no es una anécdota: es una frontera estructural. Que cuando un profesor domina su tema, escucha y propicia diálogo, la experiencia se ilumina. Que la calidad no depende solo del contenido, sino del modo en que se habita el proceso. Y que la satisfacción académica es, al final, una medida de dignidad compartida: una manera de preguntarnos si la educación sigue siendo humana.

¿Para qué medir la satisfacción académica? No para alimentar informes, ni para adornar rankings. Sirve para detectar lo que falta, sostener lo que funciona, orientar recursos, formar docentes, reducir brechas. Sirve para dejar de fingir que todo está bien sólo porque las clases ocurren.

La educación falla, a veces, no por lo que enseña, sino por lo que nunca pregunta. Este instrumento no pretende dar respuestas: propone una pregunta justa, clara, empática. Una brújula para reconstruir entornos donde aprender no duela. Donde no se confunda esfuerzo con resignación. Donde cada estudiante pueda ser visto.

Medir la satisfacción académica, al final, es una forma de medir cuánto nos importa cuidar a quienes aprenden. Y ese cuidado —ese gesto de preguntar con respeto— quizá sea lo más revolucionario que puede hacer la educación después de tanto silencio.

Anterior
Anterior

Ozono: el enemigo silencioso

Siguiente
Siguiente

Ozono: mezcla tóxica de calor y sol