El precio de ser un niño prodigio
Por Carla Huidobro
Ser un niño prodigio no siempre es una suerte, aunque desde afuera parezca un privilegio. Es una forma distinta de estar en el mundo: crecer mientras los demás te miran como si ya fueras alguien terminado. Desde muy temprano, el talento se convierte en destino, y el juego deja de ser juego para volverse demostración.
Hay algo profundamente solitario en destacar demasiado pronto. La infancia se acorta, el tiempo se llena de prácticas, de clases, de elogios que pesan más de lo que parecen. Cada logro es un espejo donde todos esperan verte repetir el milagro, una y otra vez. El “qué increíble eres” se transforma en “qué sigue ahora”. Y en ese salto —silencioso, invisible— comienza el cansancio.
El niño prodigio aprende rápido a sostener expectativas ajenas, a no fallar, a no bajar el ritmo. Vive en un calendario que no eligió, en una rutina que lo define antes de que tenga oportunidad de preguntarse quién es. El miedo al error se vuelve compañero fiel; el fracaso, una palabra prohibida. Detrás de cada aplauso hay una sombra: la del agotamiento que nadie quiere ver, la de la ansiedad que se disfraza de disciplina.
Mientras tanto, la infancia se va por la rendija. Las tardes con amigos, los juegos sin propósito, los silencios sin culpa. El niño prodigio crece sabiendo mucho y sintiéndose fuera de lugar. Porque ser excepcional también significa no pertenecer del todo. En las aulas y los concursos, hay destreza, sí, pero no siempre hay compañía.
Y sin embargo, dentro de ese talento inmenso sigue habitando un niño que necesita descansar, equivocarse, aburrirse. Que desea ser visto no solo por lo que sabe hacer, sino por lo que es. El talento no debería ser una jaula, sino una forma de explorar el mundo sin miedo.
Ahí entra el papel de quienes lo acompañan: padres, maestros, adultos que entienden que educar no es exprimir, sino sostener. Que aplaudir no basta; hay que escuchar. Que el verdadero éxito no está en el resultado, sino en la posibilidad de seguir siendo niño, incluso cuando el mundo ya te exige ser prodigio.
Porque crecer con un don no debería significar perder la infancia. Debería significar aprender a habitarla con más consciencia, con más ternura, con más libertad.

