Las aves de Victoria y el vuelo de una mirada paciente
Por: Liborio Méndez
Hay libros que son ventanas y otros que son espejos. Las aves de Victoria, de Felipe San Martín, es ambas cosas. Ventana porque abre el paisaje: la planicie victorense, sus laderas y su cielo están ahí, retratados con una precisión paciente y una fotografía espléndida que capta ángulos imposibles, ese segundo exacto en que la luz se posa sobre un ala en descenso. Y espejo porque, al mirar esas aves, uno se mira también: el asombro infantil que creíamos perdido, la curiosidad científica, la memoria de haber escuchado un canto al amanecer.
No es la primera vez que San Martín se atreve con un reto así. Ya nos había entregado Las aves de El Cielo, retrato de uno de los santuarios de biodiversidad más preciados de Tamaulipas. Ahora se concentra en el corazón urbano y periurbano de Ciudad Victoria, demostrando que incluso en la cotidianidad más acelerada todavía hay vuelos por descubrir. Su trabajo de campo es meticuloso, casi devocional: horas y horas en la localización de sitios de observación, esperando el ángulo exacto para distinguir la silueta, la textura de las plumas, el comportamiento particular de cada especie. Eso, más que fotografía, es oficio.
Todos tenemos una historia con las aves: alguna mañana en la niñez en que vimos un nido, una bandada que cruzó el horizonte, o un colibrí suspendido en el aire. Pero la urbanización nos ha ido separando de ellas. Olvidamos que no son solo ornamento acústico del amanecer: son dispersoras de semillas, controladoras de plagas, mediadoras silenciosas del equilibrio ecológico. Leer este libro es recordar que no hay ciudad sin naturaleza y que cada trino es también un dato de nuestra relación con el planeta.
La obra es, entonces, un regalo doble: para el neófito que apenas comienza a diferenciar un gorrión de un tordo, y para el experto que reconoce en la diversidad de plumajes y cantos un registro vivo de la salud del ecosistema. Es también una invitación al aviturismo: a levantar la mirada, a caminar los senderos, a escuchar. En esas páginas están las chachalacas con su estridencia inconfundible, el destello verde de los loros, el pulso suspendido de un colibrí en vuelo, el dimorfismo de machos y hembras, el mito oscuro de los cuervos cinematográficos y el eco inevitable de Rachel Carson cuando advirtió un amanecer sin pájaros.
San Martín no solo fotografía aves: nos recuerda nuestro lugar modesto en la trama de la evolución. Ojalá este libro no sea solo una guía de campo, sino una brújula ética: para que no olvidemos que la “Primavera Silenciosa” es un riesgo real y que nuestro deber es impedir que ese silencio ocurra. Que este vuelo de imágenes sirva para que, al menos por un momento, la ciudad vuelva a escuchar y a mirar su propio cielo.