Corrupción: dilema estructural
Hugo Andrés Reséndez
Hablar de corrupción siempre termina confrontándonos con algo más profundo que la simple idea de “romper la ley”. Cuando alguien infringe una norma, lo que realmente quiebra es un acuerdo colectivo que sostiene la convivencia. Y suele decirse que lo único que nos detiene es la ética y la moral, como si fuera tan sencillo. Pero no lo es. Ni la ética ni la moral funcionan como un interruptor que se enciende o se apaga; son valores que cada quien carga, entiende y aplica de manera diferente. Aun así, son las que forman esa frontera básica entre respetar los acuerdos comunes o romperlos en beneficio propio.
El problema es que la corrupción no nace en individuos aislados. Es más parecido a lo que describen los ingenieros cuando hablan de catástrofes: una cadena de fallas que se alinean al mismo tiempo. Nosotros vivimos dentro de una estructura que ya está profundamente corrompida, y pensar que una sola persona puede revertirla desde su posición individual es prácticamente imposible. Esto no significa renunciar a la ética ni dejar de lado la moral; significa entender que, si queremos cambiar algo, tiene que ser el arjé de la estructura completa, no solo la superficie.
Para que una democracia funcione, los mecanismos de autocorrección de las instituciones deben operar de manera leal y honesta a su propósito. Pero eso no es lo que ocurre. Si un instituto aislado estuviera corrompido, podría contrarrestarse con sus propios mecanismos de revisión. El problema surge cuando todos esos mecanismos también están fallando y actúan siguiendo su propia lógica de supervivencia dentro de un sistema torcido.
Aquí aparece la pregunta obligada: ¿son los burócratas los culpables? La respuesta es complicada. Sí y no. Muchos participan activamente, otros permiten por omisión, pero por encima de ellos hay intereses más fuertes que moldean lo que sucede: políticos, ideológicos, personales, sociales y, sobre todo, económicos. Y es ahí donde se pone a prueba la moral real. Si en una elección tuviéramos, por un lado, a una persona honesta y sin mancha, y por el otro a alguien con experiencia, capacidad técnica y promesas de progreso, pero con un historial oscuro, cualquier elección parece equivocada. Una traiciona nuestros valores; la otra compromete nuestro bienestar. Esa tensión entre moral y conveniencia es el dilema que atraviesa todo.
Por eso insisto en que mantener ética y moral no es una postura ingenua, sino la única forma de buscar la raíz de lo que está mal. Para alcanzar la verdad hacen falta intenciones limpias, voluntad de resistir y la decisión de no acomodarse a un sistema que normaliza la falla. La educación es clave en esto, aunque esté atravesada por sesgos ideológicos y políticos. Al final, la búsqueda de la verdad recae en los individuos: en sostener esa intención, en no renunciar, en seguir avanzando hasta acercarnos lo más posible a algo verdadero y poder, algún día, vivir dentro de ello sin que parezca una excepción.

