Cicatriz verbal y resiliencia
Por Carla Huidobro
En el bar de la esquina, donde el humo flota como un velo y la cerveza se confunde con la melancolía, se reúnen los que cargan su historia a pedazos. Hablan con la voz astillada, en retazos de memoria que se mezclan con el sonido de los vasos. Cada palabra es un intento torpe de coser una herida que no deja de abrirse. El lenguaje, frágil y necesario, se vuelve el único campo de batalla posible: ahí luchan por darle forma al dolor, por decir lo que nunca termina de decirse.
El trauma tiene su propio idioma: frases truncas, silencios que pesan más que cualquier confesión. Lo que no se puede narrar se filtra entre gestos, entre risas que suenan demasiado tarde. Algunos evitan los detalles como quien evita mirar un incendio; otros repiten los mismos fragmentos una y otra vez, esperando que en la repetición el fuego se apague. Es un baile torcido con los fantasmas, una coreografía hecha de pausas, miedo y ternura.
Y sin embargo, en ese esfuerzo desesperado por narrar, hay algo profundamente humano. Cada palabra arrancada al silencio es un acto de rebeldía, una forma de decir: “aquí sigo”. Hablar del dolor no lo borra, pero lo reubica. Lo saca del cuerpo, lo lleva al aire, lo vuelve compartido. El lenguaje —tan insuficiente, tan hermoso— se transforma en cura. En el mismo instrumento que hiere, habita la posibilidad de sanar.
Escuchar esas historias —en un bar, en una consulta, en una hoja arrugada— es mirar de frente la fractura colectiva que todos compartimos. El trauma no pertenece solo a quien lo vive: nos atraviesa a todos, porque el dolor de uno revela el modo en que el mundo trata a los frágiles. La cultura entera se delata en esas grietas.
Por eso escribir, narrar, contar, no es un lujo: es un gesto político y espiritual. Cada testimonio que se atreve a existir es una chispa contra el apagón. En medio del caos, las voces rotas enseñan que la vida no se mide por la ausencia de heridas, sino por la capacidad de seguir hablando desde ellas. Y ahí, entre las frases tartamudas y los silencios cargados, el lenguaje vuelve a hacer su milagro: convierte la herida en relato, y el relato —poco a poco— en redención.

